martes, 21 de julio de 2009

06.

08:37 a.m. Domingo, 21 de junio del 2009.

Julieta sale como sonámbula de la habitación del bebé. Se dirige nuevamente a la cocina. Abre un cajón. Curiosea. Coge un cuchillo. Lo observa con cuidado. Lo vuelve a dejar en el cajón. Sigue buscando en otro cajón. Saca otro cuchillo. Luce más pequeño que el primero. Pero también luce más filoso que el primero. Julieta sale de la cocina. Camina por el pasillo. Ahora Julieta se dirige a la habitación de su otro hijo: Jamíl. Jamíl tiene casi cuatro años de edad. Aún duerme. Julieta entra la habitación. Se para del lado derecho de la litera. Deja el cuchillo sobre el buró. Ve con amor a Jamíl. Se sienta a su lado. Desliza su mano dulcemente por la frente y las mejillas del niño. Jamíl es un tronco de carne y hueso. Julieta se pone en pie. Cubre a Jamíl con la sabana hasta los hombros. Coge el cuchillo. Y se lo hunde con fuerza en el pecho. Una vez más. Y otra —Julieta pudo escuchar el crujir seco de las costillas de Jamíl. Incluso, pudo sentir cómo la hoja del cuchillo penetraba con facilidad más allá: en el corazón, en los pulmones—. Jamíl apenas y abre con debilidad los ojos. Julieta, con una hermosa y apacible sonrisa, se los cierra. De la boca y las heridas de Jamíl brota un líquido obscuro. Julieta va al closet. Lo abre. Saca una de las sabanas favoritas de Jamíl. Es de franela. Regresa a un lado de la litera. Mira por última vez a su hijo. Extiende la sabana limpia. Cubre a Jamíl desde los pies hasta la cabeza. La franela se tiñe, poquito a poco, de carmesí aquí y acá y allá. Julieta sale de la habitación. La sabana favorita de Jamíl ahora es un planisferio. Los continentes crecen serenamente.

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